En mis tiempos con Dios, cada mañana, leo normalmente un capítulo de cuatro libros diferentes de la Biblia. Hace un par de semanas volví a empezar el libro de Éxodo.
La historia del pueblo de Israel es fascinante. Sí, me gusta ver cómo personas normales, como tú y como yo, pudieron caminar y vivir de primera mano el estar con el Señor y disfrutar de su presencia. Aunque, si bien es cierto, también es raro cómo eran incapaces de creer a veces en Él, y decepcionarle. Se equivocaron muchas veces (¿tú -yo- no?). Pero bueno, esa es la condición humana tras la caída... Desconfiados, con ganas de poder y de ser los reyes y mandar sobre otros... Vamos, caídos, pecadores...
Esto no ha cambiado después de tantos miles de años. Hoy día seguimos queriendo ir a nuestro rollo, haciendo ver que podemos con todo y que no le necesitamos. Qué equivocados estamos...
Hoy no vengo a hablar de la condición humana. Vengo a hablar de una persona. Leer en Éxodo de nuevo la Historia, me ha hecho volver a reflexionar sobre ciertas cosas. Se trata de Moisés.
Entre Génesis y Éxodo no sé cuántos años transcurrieron (podría buscarlo, pero vamos, no me hace falta para contar esto). La cuestión es que el pueblo de Israel, que vivía en Egipto, vio como el rey de Egipto cambió y veía amenazada su propia existencia en pos de los israelitas, de forma que empieza a oprimirlos.
Imagino que para el pueblo de Israel fueron años duros. En medio de ese ambiente, nació Moisés. Sabemos su historia, como sus padres israelitas lo meten en una canastilla y lo dejan en el río. Lo recoge la hija del faraón y se encarga de que una mujer hebrea lo críe (su madre, de casualidad). La cuestión es que Moisés crece bajo el amparo del faráon.
Lo interesante de su historia comienza justo cuando se equivoca por primera vez y huye. Entonces, interviene el Señor. El Señor decide y le comunica a Moisés que va a ser él quién libere al pueblo de la opresión faraónica.
Personalmente, me encanta la respuesta de Moisés: "¿y quién soy yo para hacerlo?". Los capítulos 3 y 4 de Éxodo son brutales. El encuentro con el Señor, el diálogo, las dudas de Moisés sobre su capacidad para la tarea que le encomienda...
Sin embargo, las promesas del Señor infunden fuerza. Se la dieron a Moisés, y me la dan a mí cada vez que releo esta parte de la historia del pueblo de Israel. El Señor promete a Moisés estar a su lado y que le dará las palabras que decir y le ayudará a hacerlo...
Si seguimos leyendo en el libro de Éxodo, vemos cómo eso se hace realidad. El Señor habla dando las palabras a Moisés, pero usando a Aarón de portavoz. Después de días de lucha con un faraón con el corazón endurecido, finalmente salen de Egipto, se libran de sus perseguidores... y empieza otra parte de la historia... Con aciertos y errores, por parte del pueblo y del propio Moisés.
Releer esta parte de la historia me hizo pensar y recordar algo. El Señor tiene una tarea para cada uno. Y aunque pensemos que no somos capaces, que no tenemos la habilidad, capacidad, etc... para hacer alguna cosa, tengamos fe. Confiemos en Él, tal y como lo hizo Moisés. No es sencillo a veces, es cierto, pero precisamente se trata de eso. De dejar que Él muestre Su poder, que nos rindamos a Él y dejemos todo en Sus manos. Él nos va a capacitar para la obra que nos ha encomendado. Va a estar a nuestro lado, no nos va a dejar.
Además, como dice Pablo en su carta a la iglesia en Filipos, el Señor, que comenzó la obra en nosotros, la irá perfeccionando hasta el día de Cristo Jesús.
Ahora piensa (pienso)... ¿qué te (me) impide hacer aquello que el Señor quiere que hagas? ¿Tu temor? Ora por más fe. Si no te ves capaz, eres el instrumento perfecto para la tarea. Deja que Él obre en ti.